lunes, julio 24, 2006

Sopa de piedra (Sabiduría y Memoria)


No siendo maestro es difícil decir algo cierto sobre la relación con los discípulos. Pues el discípulo sólo conoce un lado del escenario, y el maestro se supone que es o fue discípulo también y conoce el escenario completo. Es como ocurre con la paternidad, quien ha sido hijo, y todavía no es padre, conoce sólo una perspectiva.

En la India ya participé en alguna ceremonia de discipulado. Es interesante que un encuentro así quede encuadrado dentro de un ritual. Dos personas se encuentran y una de ellas decide aprender de la otra. Decide aprender una sabiduría peculiar, no un mero conjunto de datos que pudieran encontrarse en un libro, en un disco de discursos grabados o bien, hoy en día, en cualquier soporte o medio informático. En la relación entre maestro y discípulo el encuentro personal es algo definitivo. Es entonces, a este respecto, como la amistad o el amor, por mucho que se hable de amistades o amores epistolares, necesitan el trato personal. Y el encuentro entre personas debe mucho al destino, al mérito o al “karma” que se dice en sánscrito. Y, al menos por el lado del discípulo, también existe un tanto de afinidad o simpatía. Por el lado del maestro éste también puede reservarse el derecho de admitir a una persona como discípulo.

Si decir algo cierto sobre la relación entre maestro y discípulo no es fácil, quizá podamos indagar acerca de lo que haya fuera de esta relación. La posibilidad siquiera de alcanzar cierta sabiduría sin disponer de un maestro es algo que sólo puede pensarse desde el invento y, sobre todo, difusión de los libros de sabiduría. Hoy supuestamente podemos disponer en nuestras bibliotecas o terminales informáticos permanentemente de las palabras de Buda, Lao Tsé, Patanjali, Sócrates y todos los grandes maestros históricos que queramos. Únicamente esta gran afluencia de sabiduría escrita abre la posibilidad de “no querer ser discípulo de nadie pero querer ser maestro de todos”. Y es que el discipulado, además de la transmisión de sabiduría tiene ese otro aspecto más severo que es, como el nombre indica, la disciplina (etimológicamente cualidad del discípulo). También existe esa otra figura del hacedor de sopas de piedra. Se cuenta de un viajero que se encontró con otros en una posada y les propuso hacer entre todos “sopa de piedra”. El viajero con mucha importancia sacó de su morral su “piedra para hacer sopas”, dijo que era el ingrediente principal de unas sopas riquísimas, pero que tendrían más gusto con que sólo cada cual añadiera otro pequeño componente. Uno, que era molinero, aportó harina y aceite, el otro, más pobre, unas hierbas aromáticas recogidas en el camino, otro, cazador, aportó una pieza cobrada, un comerciante añadió especias, el que era campesino puso algunas verduras. Y de esde modo, junto con el agua hicieron una sopa estupenda que comieron entre todos. Apurada hasta el final la marmita quedó en el fondo intacta como al principio “la piedra de hacer sopas”. El viajero la recogió y dijo: “Me la guardo pues sirve para otra vez”. Esta historia me la contó Jorge Ricardo en Rishikesh para ilustrar a aquellas personas que van de lugar en lugar, de maestro en maestro sin aceptar el discipulado o la disciplina (en realidad la autoridad y la ética) pero recopilando su pizca de sabidurías o de técnicas que exhibir en el sitio siguiente.

Por el lado del maestro en principio, y por estricta lógica, cabe pensar que no hay maestro sin discípulos. Pero siempre me ha gustado la idea (por otra parte perfectamente lógica también) de esa llama de la sabiduría perenne que desde un origen mítico se transmite de maestro a discípulo como un fuego olímpico de antorcha en antorcha, como una verdadera transmigración de la sabiduría. Como esas viejas historias taoístas o zen de maestros que viven en cuevas o valles a la espera de un discípulo a quien transmitirle la sabiduría y luego morir tranquilamente teniendo ya un heredero de la tradición. Este es, a mi modo de ver, el verdadero acto de fe, en muchos linajes espirituales: que hay alguien que, siendo depositario de una sabiduría antigua, transmitida de maestro a discípulo, puede transmitírnosla a nosotros. Y es un acto de fe más próximo a la “confianza” que a la “confesionalidad” o a la “profesionalidad”, por barajar tres conceptos cuya etimología contiene la palabra “fe”.

La naturaleza de lo transmitido por el maestro es también un arcano que, como es lógico, sólo conocen los maestros, tengan o no discípulos. En cualquier caso, parece verosímil que no se trata de un secreto, como una fórmula mágica que sólo conozca el aprendiz de brujo. Tampoco es una biblioteca de datos. Y, sin embargo, la transmisión memorística de un discurso de sabiduría es y, sobre todo, ha sido un elemento básico en importantes linajes. Es lo que ocurrió con los Vedas de la India, que fueron transmitidos de generación en generación durante cientos o miles de años. (Tal vez fueron creados o re-creados en este proceso). Dentro del budismo también sólo en el Primer Concilio a la muerte de Buda se aprobó el “Tripitaka” o conjunto de sus enseñanzas, y probablemente pasaron varias generaciones de transmisión oral y memorística antes de que se pusiera el “Tripitaka” por escrito. También las enseñanzas de Socrates o Jesús fueron estritas tras su muerte. Otras sabidurías, como el Yoga, tras su origen tardaron con certeza milenios en comenzar a describirse en libros (por primera vez con Patanjali entre el siglo tres antes o después de nuestra era). En numerosos linajes por todo el mundo este modo personal de transmisión de conocimientos de maestro a discípulo sigue todavía en uso. La memorización y el recuerdo de la enseñanza constituye de por sí una parte principal en la práctica de las tradiciones que la utilizan o utilizaron. Ahí el discurso por parte del maestro, y su aprendizaje memorístico por parte del discípulo es básico, pues el discípulo luego se convierte en depositario y transmisor vivo de esa enseñanza. Pero aparte del recuerdo, hay algo más. La historia del budismo nos da una pista acerca de la diferencia que pueda haber entre la memoria de la enseñanza y la comprensión de la sabiduría contenida en la misma. Ananda era uno de los discípulos más próximos al Buda histórico. Se dice que conocía y recordaba todos sus discursos. No obstante, no alcanzaba la comprensión de los mismos. A la muerte de su maestro tuvo que soportar la censura a este respecto de sus condiscípulos, y se dice que la aceptó con humildad. Finalmente (pese a saber todos los discursos de Buda) pudo alcanzar la iluminación. Lo cual nos hace ver también que sabiduría y conocimiento sin ser lo mismo tampoco están reñidos.

Ananda conocía y recordaba todos los “sutras” o discursos de Buda pero no podía transmitir su sabiduría, o sea, no era maestro. Otros (como ocurrió con Kondañña, antiguo compañero de ascetismo y primer discípulo de Buda) apenas unas palabras o un encuentro breve les había bastado para comprender o “iluminarse”, lo cual aquí creo que significa alcanzar el grado de maestro.

Todo lo cual, visto al menos desde fuera, nos induce a pensar que el magisterio consiste no tanto en recepción y transmisión de un “corpus teórico” como en la recreación y actualización personal de una sabiduría. Que es, pienso yo, el llamado maestro interior, o sea, una vez alcanzado el magisterio, es posible acceder a la sabiduría sin necesidad de consultar a alguien de fuera sino por la intuición o el acceso a la sabiduría perenne que sin duda hay dentro de cada cual. En suma, la relación entre el maestro y el discípulo quedaría como la enseñanza del acceso a la sabiduría interior, por los modos o procedimientos que el maestro conozca y el discípulo aprenda. Y todavía, desde el punto de vista espiritual, en algunas tradiciones se añade una suerte de bendición o de “gracia” (estoy procurando traducir términos foráneos) que el discípulo reciba del maestro.

Artículo publicado en el nº2 de los Cuadernos de Seikuji

Foto: Hojas del Árbol de la Iluminación

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