De repente, sin saber muy bien cómo ni porqué, un frenazo...
Y es como si pareciera no haber forma de volver a ponerse en marcha.
El vértigo de la existencia a veces nos sobreviene tan súbito e inoportuno en esos períodos que solemos establecer como inmovilidad, estancamiento, que nos enmaraña en una frecuente confusión tan difícil de salvar como de analizar adecuada y consecuentemente. Somos seres focales, y parece que quedamos suspendidos en el vacío de la confusión que nos produce la ausencia de algo a lo que apuntar, una coreografía vital que interpretar a diario e, indefectiblemente, vacilamos ante la idea de seguridad, ante el porvenir, tormento que siempre acecha al devenir humano en el mundo, precipitándose finalmente nuestra eminente autonomía. Y ocurre que luego de la adquisición, escogida o no, de un ritmo de vida específico, ya fuera por un empleo estimulante, por encontrar un entorno personal agradable o enriquecedor al que entregarse, cualquier acontecimiento (que resultase positivo en base a nuestro desarrollo personal) susceptible de ser perdurable, pueden sucederse, con frecuencia sorpresivamente, una serie de eventos que cortan la mayoría de los accesos a esas rutinas y/o costumbres, e impiden un desempeño corriente de lo que antes era hábito, normalidad, aquello que formaba parte de nosotros; hechos, en muchas ocasiones, indeseados o nunca previstos, los cuales nos abandonan al desconcierto, sentimientos de desamparo e incapacidad (casi siempre falsamente deducida) de encontrar nuestros propios recursos para continuar o parar encontrar otras avenidas por las que conducirse en el entendimiento de la situación, o en el tránsito por este espacio, en apariencia de postración, en el que, de una u otra manera y sin, a priori, mucha información al respecto, hemos pasado a residir.
Necesidad: esta es una potente respuesta a la urgencia de seguridad. Acaso esta situación o algún sucedáneo, nos suele insuflar impulsos de necesidad de poner en marcha un plan de actuación de similar andamiaje, prisas por un mapa que nos salvaguarde de la creciente desorientación, y que, a la vez, nos reactive en el tiempo frente a la peligrosa y contaminante involución que, adivinamos, puede desencadenar una expansión temporal de la inmovilidad (en todos los aspectos) de esta nuestra vida truncada.
Gran parte de aquello por lo que nos identificamos en actividad está implicado en nuestra definición en torno a repetir. Se sabe que el sistema nervioso es una suerte de complejísimo y sofisticado corpus de expresión, autoexpresión, con una capacidad de adaptación inagotable, y cuando lo involucramos selectivamente desde lo evidente hasta los más esforzados detalles, adapta minuciosamente todos los estímulos, y retiene fielmente todas sus respuestas, integrándolos en sí mismo, de modo que cuando ese modelo de organización externa de estímulo e información, esa rutina acorde a la que nos gusta vivir, comienza a repetirse, se reorganiza en él como una función interna, de esta manera, se urde un nuevo orden en su manera de funcionamiento y desarrollo de continuidad basado en esta rutina captada a base de repetición. Se convierte en aquello que asimila, previamente aceptado, permitido por repetición, y lo expresa como suyo con todas las consecuencias. Se expresa en ello, por ello. Este proceso nos ajusta al ritmo que hemos adoptado, y nos hace bailar a su son para deleite de nuestra satisfacción. Esto significa alimentar continuamente a un animal insaciable con el narcótico gozo que nos provee la seguridad en lo establecido, y se procesa de una forma tan eficientemente maquinal que, una eventual suspensión de la secuencia, los sentidos, el cuerpo, la mente, apartados del entendimiento, nos siguen forzando a sentir -bajo una lógica de acción- que se necesita de ese ritmo para continuar siendo, expresándose, y después de la agitación de nuestro cuerpo, le sigue el nerviosismo de nuestras ideas, creyendo así toda nuestra unidad vital que precisa continuar ese ritmo o iniciar otros, en un bucle frenético de búsqueda de epifenómenos que amoldar, que nos lleven y nos traigan sin cesar. La quietud, el parar, sujetos a estos condicionantes sólo originan inercia, y sin ser complacida: agitación constante, angustia y desazón sin focalizar. De tal modo se da esto, que cuando se rompe la partitura que ha de dirigir la armonía del hábito, titubea en toda su extensión el sentido de la vida, sin aquellos ambages que encadenadamente consolidan lo que nos pensamos que somos a lomos de la cadencia de esas predecibles fluctuaciones de vivencias. Dejarnos llevar por este orden vital nos supone una suerte de seguridad y sensación de paulatina consolidación a partir de la cual hemos sostenido la linealidad (potencial y preferentemente de curva ascendente) de vivir “seguros”.
Es claro que todo lo que se estanca prolongadamente languidece en sí, por sí y sobre sí, pero quizá una reconsideración distanciada (ecuánime) de los períodos en que nos sorprende la quietud (en varios sentidos) a partir de una perspectiva reflexiva y lo más completa que esté a nuestra disposición, puede servirnos para recapitular como ejercicio de asunción profunda de mucho de lo que se ha andado (en varios sentidos) hasta el momento de freno. La vida no nos para con el objeto de que busquemos otras inercias para seguir siendo, sino que nos invita a ser en estar, teniendo lo que esencialmente se trae, lo que no se puede mover ni llevar, y eso es algo que la relatividad de los desplazamientos presuntamente necesarios no puede revelarnos, sólo enturbiar.
Es posible que nos falte reconocer con mejor disposición estos momentos, en donde se ponen a prueba los exigentes límites de la paciencia, instruirnos en pulir nuestras paradas, entender hasta qué punto accedemos a un espacio de nuestra vida en el que aparecen disponibles y generosos unos episodios con impensadas posibilidades de aclarar qué es lo fijo, qué lo que permanece parado y qué es lo que realmente permanece truncado, mirar, observar, analizar, comprender que parar no es un enclaustramiento para petrificar el ser, sino oportunidad de replegarlo sobre sí, esclarecer nuestra andanza y todo lo que las circunda desde otras velocidades, acaso en ausencia de velocidad, sin desplazamiento, lo que, de ningún modo, quiere decir aplazamiento.
Y es como si pareciera no haber forma de volver a ponerse en marcha.
El vértigo de la existencia a veces nos sobreviene tan súbito e inoportuno en esos períodos que solemos establecer como inmovilidad, estancamiento, que nos enmaraña en una frecuente confusión tan difícil de salvar como de analizar adecuada y consecuentemente. Somos seres focales, y parece que quedamos suspendidos en el vacío de la confusión que nos produce la ausencia de algo a lo que apuntar, una coreografía vital que interpretar a diario e, indefectiblemente, vacilamos ante la idea de seguridad, ante el porvenir, tormento que siempre acecha al devenir humano en el mundo, precipitándose finalmente nuestra eminente autonomía. Y ocurre que luego de la adquisición, escogida o no, de un ritmo de vida específico, ya fuera por un empleo estimulante, por encontrar un entorno personal agradable o enriquecedor al que entregarse, cualquier acontecimiento (que resultase positivo en base a nuestro desarrollo personal) susceptible de ser perdurable, pueden sucederse, con frecuencia sorpresivamente, una serie de eventos que cortan la mayoría de los accesos a esas rutinas y/o costumbres, e impiden un desempeño corriente de lo que antes era hábito, normalidad, aquello que formaba parte de nosotros; hechos, en muchas ocasiones, indeseados o nunca previstos, los cuales nos abandonan al desconcierto, sentimientos de desamparo e incapacidad (casi siempre falsamente deducida) de encontrar nuestros propios recursos para continuar o parar encontrar otras avenidas por las que conducirse en el entendimiento de la situación, o en el tránsito por este espacio, en apariencia de postración, en el que, de una u otra manera y sin, a priori, mucha información al respecto, hemos pasado a residir.
Necesidad: esta es una potente respuesta a la urgencia de seguridad. Acaso esta situación o algún sucedáneo, nos suele insuflar impulsos de necesidad de poner en marcha un plan de actuación de similar andamiaje, prisas por un mapa que nos salvaguarde de la creciente desorientación, y que, a la vez, nos reactive en el tiempo frente a la peligrosa y contaminante involución que, adivinamos, puede desencadenar una expansión temporal de la inmovilidad (en todos los aspectos) de esta nuestra vida truncada.
Gran parte de aquello por lo que nos identificamos en actividad está implicado en nuestra definición en torno a repetir. Se sabe que el sistema nervioso es una suerte de complejísimo y sofisticado corpus de expresión, autoexpresión, con una capacidad de adaptación inagotable, y cuando lo involucramos selectivamente desde lo evidente hasta los más esforzados detalles, adapta minuciosamente todos los estímulos, y retiene fielmente todas sus respuestas, integrándolos en sí mismo, de modo que cuando ese modelo de organización externa de estímulo e información, esa rutina acorde a la que nos gusta vivir, comienza a repetirse, se reorganiza en él como una función interna, de esta manera, se urde un nuevo orden en su manera de funcionamiento y desarrollo de continuidad basado en esta rutina captada a base de repetición. Se convierte en aquello que asimila, previamente aceptado, permitido por repetición, y lo expresa como suyo con todas las consecuencias. Se expresa en ello, por ello. Este proceso nos ajusta al ritmo que hemos adoptado, y nos hace bailar a su son para deleite de nuestra satisfacción. Esto significa alimentar continuamente a un animal insaciable con el narcótico gozo que nos provee la seguridad en lo establecido, y se procesa de una forma tan eficientemente maquinal que, una eventual suspensión de la secuencia, los sentidos, el cuerpo, la mente, apartados del entendimiento, nos siguen forzando a sentir -bajo una lógica de acción- que se necesita de ese ritmo para continuar siendo, expresándose, y después de la agitación de nuestro cuerpo, le sigue el nerviosismo de nuestras ideas, creyendo así toda nuestra unidad vital que precisa continuar ese ritmo o iniciar otros, en un bucle frenético de búsqueda de epifenómenos que amoldar, que nos lleven y nos traigan sin cesar. La quietud, el parar, sujetos a estos condicionantes sólo originan inercia, y sin ser complacida: agitación constante, angustia y desazón sin focalizar. De tal modo se da esto, que cuando se rompe la partitura que ha de dirigir la armonía del hábito, titubea en toda su extensión el sentido de la vida, sin aquellos ambages que encadenadamente consolidan lo que nos pensamos que somos a lomos de la cadencia de esas predecibles fluctuaciones de vivencias. Dejarnos llevar por este orden vital nos supone una suerte de seguridad y sensación de paulatina consolidación a partir de la cual hemos sostenido la linealidad (potencial y preferentemente de curva ascendente) de vivir “seguros”.
Es claro que todo lo que se estanca prolongadamente languidece en sí, por sí y sobre sí, pero quizá una reconsideración distanciada (ecuánime) de los períodos en que nos sorprende la quietud (en varios sentidos) a partir de una perspectiva reflexiva y lo más completa que esté a nuestra disposición, puede servirnos para recapitular como ejercicio de asunción profunda de mucho de lo que se ha andado (en varios sentidos) hasta el momento de freno. La vida no nos para con el objeto de que busquemos otras inercias para seguir siendo, sino que nos invita a ser en estar, teniendo lo que esencialmente se trae, lo que no se puede mover ni llevar, y eso es algo que la relatividad de los desplazamientos presuntamente necesarios no puede revelarnos, sólo enturbiar.
Es posible que nos falte reconocer con mejor disposición estos momentos, en donde se ponen a prueba los exigentes límites de la paciencia, instruirnos en pulir nuestras paradas, entender hasta qué punto accedemos a un espacio de nuestra vida en el que aparecen disponibles y generosos unos episodios con impensadas posibilidades de aclarar qué es lo fijo, qué lo que permanece parado y qué es lo que realmente permanece truncado, mirar, observar, analizar, comprender que parar no es un enclaustramiento para petrificar el ser, sino oportunidad de replegarlo sobre sí, esclarecer nuestra andanza y todo lo que las circunda desde otras velocidades, acaso en ausencia de velocidad, sin desplazamiento, lo que, de ningún modo, quiere decir aplazamiento.
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