miércoles, febrero 08, 2012

Ira, ternura, fuerza.



Detalle del mural Atlas Nocturna, de Miguel Gómez Losada

Quiero escribir sobre la ternura como el camino óptimo para el crecimiento personal, y de la ira, su opuesta, como forma de decrecimiento. Términos como ira, ternura, y admiración, me vinieron al pensamiento cuando leí El arte de amar, de Erich Fromm. En la contracubierta de mi ejemplar dice de forma rotunda:

“El amor intenta entender, convencer, vivificar. Por este motivo, el que ama se transforma constantemente. Capta más, observa más, es más productivo, es más él mismo.”

De esta manera entiendo que el amor fortalece a quien lo vive, y me interesa especialmente la ternura porque es amor en práctica; amor que perdona el error ajeno; amor caricia; voz comprensiva que acompaña, similar a la asistencia del adulto al niño cuando se equivoca porque aún no sabe. La ternura entre adultos es una práctica en igualdad, y es una fuerza de atracción que une. La ternura suaviza la dureza del carácter y propicia la unión. Nos permeabiliza hacia el diferente, facilitando así nuestro aprendizaje.  Es fuerza porque vence al dolor, consuela, sana el enfado y devuelve paz. Es generosa porque da atención, y protección. Es esa energía de naturaleza materna que aviva, cuida, y fideliza: tiene efecto en la criatura y también en la madre. Me pregunto si la ternura es la responsable de “esa fuerza que todo lo puede” de las madres, el eje desde donde se irradia la protección hacia todos los miembros de la familia. Creo que sí.

Y observo que la ternura puede ser aprendida y ejercitada, susceptible igualmente de anidar en el hombre, recuperándola de lo más íntimo del ser. Equivocadamente se dice que un hombre que está enmadrado es débil, y creo que es al contrario, un hombre enmadrado está fortalecido, porque está dotado con la ternura, ha crecido en ella. “El macho contemporáneo” debería cuestionarse a sí mismo la conocida actitud presumida y desafiante para obtener poder, e intentar aprender la fortaleza del amor maternal.

No soy psicólogo de profesión sino pintor, y necesariamente pienso desde el observatorio de mis vivencias. Recuerdo en el patio del colegio, el día que salí en defensa de un compañero del que se estaban riendo, aquel niño con gafas que nunca jugaba al balón, ese niño que había en todas las clases. Recuerdo cómo los demás callaron, retrocediendo cuando le eché el brazo por el hombro. Aquello me dio fuerza e inmunidad. La ternura pública es valentía y ahuyenta el miedo, es el motor que te hace ir a socorrer cuando aún nadie se ha atrevido. La ternura hace crecer, y al contrario, la ira cortocircuita el amor, debilita, decrece a la persona que la ejerce y desintegra el ámbito donde surge.

Hay mucho escrito sobre las personas que sufren la ira de otros, de la consiguiente humillación y de cómo desencadena formas extremas de violencia. Está más explicado el padecimiento del receptor que los efectos en el emisor. Pero en el capítulo dedicado a la violencia del Dhammapada, encontramos:

“No digas maldiciones porque regresan; las palabras violentas hieren al que grita“.

Y deja a la interpretación de qué manera hieren. A mi entender, el grito calla la posibilidad de sentir amor, aunque podemos interpretarlo de forma esperanzadora:

La ternura regresa a quien acaricia. Si la caricia restablece la fuerza de la persona acariciada, esa fuerza alcanza equidistante también a quien la da.

Encontré un cuento maravilloso en el libro Un guijarro en el bolsillo, de Thich Nhat Hanh, con el subtítulo: El budismo explicado a los niños, que de forma didáctica explica la naturaleza de la ira y cómo reducirla. Resulta muy útil leerlo entre líneas para trasladar su enseñanza a la relación entre adultos:

“Hace algún tiempo un niño suizo de doce años y su hermanita empezaron a venir con regularidad a Plum Village. Aquel niño tenía un problema con su padre. Estaba muy enfadado con él porque no le hablaba con amabilidad. Siempre que se caía o se hacía daño, su padre en vez de ayudarle y consolarle, se enojaba con él. Le decía: “¡Qué estupido eres! ¿Por qué has hecho una cosa parecida?”. El niño deseaba que su padre le consolara con palabras cariñosas cuando se hacía daño, como es natural. No podía entender por qué le trataba de aquella forma y se prometió a sí mismo que cuando se hiciera mayor nunca actuaría como su padre. Si tenía un hijo, cuando éste se cayera e hiciera daño, le ayudaría y le consolaría.

Un día, mientras este niño contemplaba a su hermana que jugaba con otra niña sobre una hamaca haciéndola balancear de un lado a otro, de repente la hamaca dio una vuelta completa y las niñas se cayeron al suelo. Su hermana se hizo un corte en la frente. Cuando él vio que estaba sangrando se puso furioso. Estuvo a punto de gritarle: “¡Qué estúpida eres! ¡Cómo puedes hacerte daño de una manera tan tonta! Pero como sabía la forma de practicar, se dio cuenta de lo que iba a hacer y volvió a su respiración. Al ver que su hermana se encontraba bien, decidió ir a pasear un poco para practicar la meditación andando.

Mientras meditaba andando descubrió algo maravilloso. Vio que era igual que su padre. Tenía la misma clase de energía que le había empujado a decir palabras crueles. Cuando amas a una persona que está sufriendo, has de ser cariñoso, tierno y servicial con ella en lugar de gritarle movido por la ira. Se dio cuenta de que estuvo a punto de comportarse como su padre.

Éste fue el descubrimiento que hizo. Imagínate un niño de doce años practicando de este modo. Comprendió que era una prolongación de su padre y que tenía la misma clase de energía, las mismas semillas negativas. Al seguir meditando mientras andaba descubrió que no podía transformar su ira sin practicar, ya que si no practicaba transmitiría la misma energía de la ira a sus hijos. Yo creo que es asombroso que un niño de doce años llegue a meditar tan bien. Hizo estos dos descubrimientos en menos de quince minutos de meditar andando.

Su tercer y último descubrimiento fue que al volver a casa le contaría a su padre lo que había visto. Decidió pedirle que practicara con él para que los dos pudieran transformar la energía que había en ellos. Con este tercer descubrimiento desapareció la ira que sentía hacia su padre porque comprendió que éste también era una víctima. Su padre debió de haber recibido esa energía de su propio padre. Como ves, la práctica de observar profundamente para comprender la ira y liberarte de ella es muy importante.”

Pensando en todo esto he comprendido que las palabras y los modos violentos entierran el manantial de la ternura. La ira echa fuera al otro, empuja en dirección opuesta al amor, a la capacidad de sentirlo y a todas sus expresiones: invalida el placer de converger, la esperanza de felicidad compartida, la ilusión, también la líbido, y la admiración.  Matthieu Richard lo expresa en su conferencia sobre los hábitos de la felicidad:

“Dos factores mentales opuestos no pueden ocurrir al mismo tiempo, no se puede amar y herir a la persona a la vez.”

Y naturalmente, la persona que hiere se aleja de su sentimiento opuesto, de la capacidad de amar, cortando su tallo en cada arranque de ira. Alimentar la ira desnutre el amor. Aunque el escape de la ira parece irremediable en la persona irascible, en su código íntimo quiere amar y desea sentir. La ira es ciega -sorda-, y desmemoriada, es parecida a un geiser de palabras sobre las cuales se ha perdido el control. Luego ni se recuerdan. La persona irascible sabe que está haciendo daño, no mientras sucede el ataque, sino al presenciar la herida final del otro. Después de un volcán de ira viene el arrepentimiento, y un deseo ansioso de ser perdonado y de poder restablecer el dolor causado. Esta conducta circular conlleva cautiverio y deriva en melancolía. Cuando la ira nos atrapa sufrimos dos soledades, el retroceso de los nuestros, y la más dramática, el desconsuelo en compañía. Sin darnos cuenta apagamos las colillas en la maceta y esperamos que la planta crezca. Luego llega el abatimiento, el síndrome del “jardín vacío”.

Por ejemplo, cuando la crisis económica afecta al hogar sólo cabe gestionarla desde el diálogo afectivo. De la otra forma, los problemas laborales se convierten en maldiciones y violencia verbal sobre nuestra pareja y nuestros hijos. En esta situación de precariedad económica y de temor a la pérdida del empleo, lo único que queda es quererse. El amor es la solución. Si la crisis entra por la puerta de casa en forma de ira, lo perdemos todo. Esta rotura de la estructura familiar empieza por un grito, luego viene el segundo. Matthieu Richard lo explica en su conferencia:

“Cuando sentimos ira, odio, molestia por alguien, u obsesión por algo, la mente va una y otra vez tras ese objeto. Cada vez que vamos tras el objeto se refuerza la obsesión o el enojo. Y se vuelve un proceso de autoperpetuación."

La persona que humilla se ceba con el humillado, normaliza ser desagradable y la relación entra progresivamente en un torbellino descendente. Y me preocupa especialmente cómo al perder el respeto sobre la pareja se pierde seguido la admiración, sustancia del amor vigoroso y longevo. Quiero decir que, más que cuidar el amor, hay que cuidar que nada vulnere la admiración inicial que nos hizo acercarnos a nuestra pareja. Se trata de blindar aquella primera atracción, que era verdad.

 La admiración conlleva respeto. Cuando hay admiración verdadera nace una contención que impide avasallar o insultar. El respeto nace de la admiración. Y sin querer nos volvemos sumisos de la ira, sirviéndola de vehículo, que como en el cuento, migra de padres a hijos, desde la autoridad hacia los que no pueden defenderse o que en su sistema de valores no está reaccionar con violencia. Pero por suerte esta herencia se puede detener, es un comportamiento negativo que podemos vencer con voluntad una vez comprendido.

Para ser optimistas en este asunto, y entendiendo que todos podemos volvernos irascibles en algún momento, es necesario aprender a comunicar nuestra tensión pidiendo ayuda de manera diáfana, sin emitir señales contrarias. Si tengo miedo y algo me sobrepasa debo agitar el brazo como lo haría un náufrago, llamando a mi pareja sin temer mostrarme necesitado. Reconocerse defectuoso es actuar con verdad, y esto denota altura espiritual. Podemos evitar la ira, primero observándola, luego mitigándola con su opuesta la ternura, poniendo en práctica maneras afectivas relacionadas con la empatía y la compasión -en el sentido budista-, no condescendiente sino de amor en igualdad -sufrir con-, y estando al lado sabiendo acompañar en la resolución de los problemas. Importando, por qué no, modos del amor maternal a nuestra relación de pareja. Es necesario crear una alerta sobre la ira, porque apaga el amor, y como dice Erich Fromm, si no hay amor dejamos de crecer, y no crecer es morir en vida.

Cuando la ira enfríe el amor, que la ternura avive el rescoldo.

3 comentarios:

Joaquín García Weil dijo...

Gracias, Miguel, por publicar en nuestro blog. Es un honor.

He leído el eco que ha tenido y lo considero positivo.

Estos son asuntos difíciles de abordar. Se trata de energías poderosas que a todos nos alcanzan.

En efecto, el budismo aborda estas emociones y lo hace también con valentía. La ira, el resentimiento, sin duda con amor se curan.

Por fin, interesante lo que enseña Trungpa Rimpoche, que considera imposible aplastar o eliminar las emociones negativas. Lo que sí puede hacerse es transformar sus energías en positivo. Si recuerdo bien, la ira puede transmutarse en sabiduría.

Anónimo dijo...

Miguel me han gustado tus palabras, creo que hoy día existe tal estres laboral y emocional que a las personas les cuesta reflexionar sobre sus sentimientos y comportamientos. A veces se sienten ajenas a esos brotes de ira y en todo caso lo ...justifican con las dificultades que sufren en el ámbito ecónomico-laboral.
Estoy de acuerdo contigo el amor nos permite crecer día a día y ojalá cogiéramos aire antes de discutir, parasemos en seco nuestro pensamiento y fueramos capaz de valorar lo importante de aquello que tenemos con nuestra pareja y que es lo que realmente merece la pena, ese día a día que construimos con caricias, complicidad,etc.
Apuesto por la ternura indiscriminada, es decir, no sólo con tu pareja sino también con tus amigos porque muchas veces ellos son tus verdaderos tesoros.

S.Zurera

Anónimo dijo...

Un escrito precioso. Deberíamos de leerlo al menos cada semana.
Marcial